Durante los últimos ocho años el término “interseccionalidad” ha comenzado a usarse de manera más y más visible en los círculos del activismo, de la academia y en la cultura dominante. Por ejemplo, quienes lideraron la organización de la Marcha de las Mujeres, que surgió como respuesta a la elección de Trump, respondieron a ciertos cuestionamientos afirmando que su trabajo de organización tendría que acoger las voces de las mujeres de color y de las personas transgénero o inconformes con el género. Esto refleja un giro importante en los movimientos y en la cultura popular con respecto a la representación y la participación, que favorece la creación de conciencia y anima a las mujeres y personas transgénero/inconformes con el género a involucrarse más en “la política”. Pero este tipo de “interseccionalidad” está muy lejos de corresponder a lo que se necesita para construir un movimiento feminista poderoso.
De manera semejante, el movimiento #yotambién (#metoo) está creando espacios en los que se puede discutir la opresión de las mujeres en el lugar de trabajo y en las relaciones interpersonales. Estas conversaciones han impactado de manera impresionante las vidas de las muchas mujeres que han alzado la voz para contar sus experiencias. A la vez, gracias a #yotambién muchos hombres se han visto obligados a cuestionar su propio papel como cómplices en la violencia contra las mujeres. Pero cuando hablamos de proponer soluciones (de despedir o encarcelar a los hombres responsables), pocas personas proponen un análisis del patriarcado sistemático y de cómo estas soluciones refuerzan el capitalismo, el racismo y la violencia estatal contra las personas negras, inmigrantes y contra las personas con enfermedades mentales.